CUATRO
Como los pies del menor de nuestros hijos, Leo, no alcanzaban al pedal de su bicicleta, montaba metiendo la pierna derecha por entre la barra con la cicla inclinada del mismo lado.
En la escuela, las mesas de ping-pong eran de cemento y estaban hechas a la altura de los infantes. Allí aprendió él ese deporte, pero cuando jugaba en las mesas de tama?o estándar, su cabeza apenas sobresalía por encima de la tabla.
El calor del verano se le hacía insoportable a Leo mientras veía cómo de su cara y sus manos brotaba el sudor a manantiales. Bebía agua como un beduino, y en las tardes trataba en vano de aplacar ese fuego sumergiéndose en la piscina. Lo peor, la única agua bebible era la que se servía hirviente de termos, y quienes querían tomarla fría la dejaban destapada desde las primeras horas de la ma?ana. Tal vez el único hábito chino que Leo se mostró definitivamente reacio a asimilar fue el de ingerir agua caliente, frente a lo cual hubiera preferido morir de sed. A decir verdad, no sólo él la rechazaba, sino los cuatro en bloque. A mí, me traía el recuerdo de un pasado ya remoto en que la abuela me embutía a la fuerza vasados de agua caliente para provocarme vómito cuando algún malestar me acosaba con síntomas de intoxicación.
A la profesora Luo se le ocurrió la idea de ponerles nombres chinos a nuestros hijos, y lo hizo llevada tal vez por el presentimiento de que sería larga nuestrapermanencia en China. Era un acto simbólico, y no había razón alguna para oponerse. Luo fue la más activa en el acto bautismal, pero el decano de la facultad de espa?ol también se inmiscuyó en ello. Barajaron varios nombres que hablaban de fortaleza, constancia, fulgor, gloria, pues estaban reservados para el sexo femenino aquellos con los cuales se designaban cosas como las flores o la belleza. Por fin escogieron el nombre de Son Jiang o Fortaleza de Pino para Fernando y el de Xiang Yang (De Cara al Sol) para Leo.
Transcurrió un tiempo antes de que nos enteráramos de que Xiang Yang era también el nombre de un legendario combatiente de la guerra de resistencia contra los japoneses cuyo pueblo Elvia era una planicie donde no había otra manera de hacer la guerra sino cavando túneles cuyas salidas desembocaban en las cocinas o en los dormitorios de los milicianos. Sobre esta táctica de combate se había realizado una película que Xiang Yang vio tantas veces que podía narrarla de memoria, secuencia tras secuencia. En su mente ejercían gran atracción las trampas de los guerrilleros para atrapar japoneses y él, que acababa de pasar del jardín infantil a la escuela primaria, muy pronto empezó a desarrollar su propia experiencia subterránea.
Elvia y yo regresamos a casa con el sol encaramado ya sobre las colinas occidentales y el grito de las chicharras que espantaba el silencio. Suponíamos que los chicos debían de estar a esa hora chapoteando en la piscina mientras nosotros leíamos, recostados en nuestros lechos, pero de pronto llegó hasta el aposento un murmullo de voces infantiles que, según dedujimos, no podían proceder del apartamento de arriba, donde vivía una pareja de japoneses sin hijos a cuya vecindad sólo la delataban las pisadas de sus zapatos de tacones de madera. Del lado izquierdo seguía un jardín, y del otro, la oficina de guardia, y entonces quedé atónito ante la única posibilidad que quedaba, la de que las voces llegaran de debajo de nuestro piso enmaderado. Al día siguiente, fuimos citados por el subdirector del Buró de Expertos y el responsable de la seguridad del hotel, quienes transmitían desde sus rostros una solemnidad inusual, que esta vez fue rota por la entrada de una mucama que nos llevó té en una bandeja, de donde sirvió sendas tazas humeantes, y entonces sobrevino de parte de nuestros anfitriones esa manera tan suya del circunloquio previo al abordaje de un tema considerado importante.
-?Se habituaron ya al clima de Pekín? -preguntó el subdirector.
-Sí -respondí- me dijeron que, por fortuna, ya pasaron los peores calores.
-Se equivoca, camarada, pues nos encontramos en vísperas de los 'tigres' del verano, cuando la temperatura sube hasta cuarenta grados.
La siguiente pregunta, yo lo sabía, recaería en temas como el uso de los palillos y, en efecto, el chino me preguntó si ya sabía usarlos.
-Ahí vamos aprendiendo, pero le confieso que, al comienzo, yo cogía los palillos, el uno, con dos dedos de la mano derecha, y el otro, con los correspondientes de la izquierda -Ante este comentario suyo los chinos sonrieron, pero enseguida el sub-director carraspeó y se profundizó la arruga de su entrecejo, y entonces entendí que había llegado el momento en que se abordaría el tema para el cual habíamos sido convocados.
-Ustedes conocen -dijo- las dificultades que enfrentamos en la actualidad porque el hecho es que vivimos una revolución sin precedentes. Además, pende sobre nosotros la amenaza de un ataque, ya sea de los Estados Unidos o de la Unión Soviética.
Asentí con la cabeza, mientras me preguntaba qué relación tendría con nosotros esa nefasta premonición.
-No sé si estarán enterados de que su hijo Xiang Yang, junto con sus compa?eritos, descubrieron la entrada a los refugios antiaéreos. Miraron a los chinos atónitos, comosi nos estuvieran hablando en griego.
-Ese secreto lo guardamos durante a?os, y en un minuto, Xian Yang lo reveló al mundo– sentenció el sub director.
Asocié estas palabras con las voces procedentes del entresuelo de mi habitación el día anterior y entonces les pedí a los chinos rendidas excusas e, intentando aliviar la atmósfera, comenté que parte de la culpa de lo ocurrido estaba en el 'ambiente' creado. Usé esa palabra para no decir 'revolución cultural'.
-Tal vez si se lograra volver a la disciplina que reinaba cuando nosotros llegamos...-agregué-, pero mi insinuación no fue recogida y, en cambio, lo que siguió fue uno de esos silencios crispantes con que los chinos ponen punto final a una entrevista incómoda, y se levantaron para despedirse con su tradicional formalidad. La intérprete, Ruei, una mujer menuda y comprensiva, nos acompa?ó hasta la puerta y, presumiendo que íbamos a reprender a Xiang Yang, nos dijo:
-Son cosas de ni?os, no lo castiguen, pero, eso sí, hagan todo lo posible porque esto no se repita.
Mi hijo se habría quedado impertérrito con un discurso que le endilgara sobre la guerra fría que se vivía desde hacía casi dos décadas, en la cual se involucraban dos potencias mundiales, con China como un sándwich entre ellas, y opté, en cambio, por sembrarle el miedo de lo que podía ocurrirle a él mismo si, al meterse en uno de esos subterráneos, de pronto, sin previo aviso, fueran cerradas las bocas de acceso y él se quedara sepultado allí. Le hice prometer que nunca más volvería a incursionar en ese laberinto...
……
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